Así se titula un libro del escritor luso Antonio Lobo Antunes cuya lectura me impactó hace muchos años y he vuelto a recordar este otoño paseando por las calles de Lisboa. Veinte años han pasado desde mi primera visita a la ciudad de las siete colinas, pero, aunque ha cambiado y mi forma de mirar también, hay cosas que permanecen y me siguen enamorando como la primera vez. He encontrado una ciudad más moderna, más cosmopolita, donde la CRISIS también ha dejado huella y se ven más mendigos, más franquicias multinacionales y algunos espacios públicos, como el jardín botánico, que han perdido su antiguo esplendor y se encuentran en un estado de abandono lamentable. Pero hay cosas que no cambian a pesar del paso del tiempo, la crisis o la globalización. El espíritu lisboeta y portugués en general permanece, la amabilidad de sus gentes, su buena educación y esa manera de tomarse la vida con calma siguen ahí, como siempre. Me encanta el carácter de esta gran ciudad con sus viejos tranvías que marcan el ritmo del tránsito de los coches y las hordas de turistas. Apenas se nota el denso tráfico, porque nadie toca la bocina, no se escuchan sirenas, en los restaurantes nadie levanta la voz, parece como si la vida de sus habitantes se acompasara al lento fluir del rio. Todo se sucede sin estridencias ni sobresaltos en esta vieja ciudad que acoge gentes venidas de todas partes en una amalgama de culturas donde el pasado colonial deja su impronta maravillosa en cada rincón: en la gloriosa decadencia de sus edificios, en su música heredera de ritmos venidos de Angola, Brasil, Cabo Verde, Goa … Todo me recuerda ese pasado de esplendor, cuando los marinos portugueses recorrían el mundo trayendo consigo sedas, especias, canciones, arte y cultura, que tan bien han sabido absorber enriqueciendo la propia cultura portuguesa.
Me gustan los portugueses, su poesía, su literatura, su música , pero sobre todo su hospitalidad. Son gente amable que saben hacer de una forma natural que el turista ocasional como yo se sienta como en casa. Da gusto pasear por sus calles empedradas, tomar un vino verde en cualquier tasca, charlar con el taxista, deambular por el mercado, visitar un museo o perderse en una vieja librería. Sorprende lo fácil que resulta todo en una ciudad tan grande y tan cercana a la vez. Cuando dejas Lisboa sabes con certeza que volverás algún día, porque a todos nos gusta que nos reciban con los brazos abiertos y los portugueses son así, afables y hospitalarios, cualidades que no se encuentran en otras latitudes y que invitan a repetir la visita.
Espero que no pasen otros veinte años porque ya no podré cargar con mi cámara para compartir con vosotros otro paseo fotográfico por Lisboa.
¡Obrigada ¡
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